El descubrimiento del mar del Sur vino a conformar la noción de que más allá de las tierras de América volvían a abrirse los anchurosos caminos del océano. Para los españoles, el hallazgo significó un augurio prometedor, ya que, desde que fue fijada la Línea Alejandrina, su programa de expansión contó con vía libre hacia el occidente. La búsqueda de un estrecho que permitiera el tránsito de las naves hispanas al otro mar se realizó entonces con mayor empeño.
Mas, cuando Magallanes encontró en 1520 el paso que se bautizó con su nombre, pudo verse que resultaba tan lejano que casi venía a ser de ningún provecho. Otra solución para el problema de las nuevas exploraciones consistía en salvar el obstáculo continental mediante la construcción de navíos en las costas mismas del mar del Sur. Esto fue lo que decidió hacer Hernán Cortés en Tehuantepec, donde, apenas un año después de la caída de México-Tenochtitlan, puso en operación el astillero del que habrían de salir los primeros buques novohispanos destinados a la navegación en el Pacifico.
Con tales embarcaciones se proponía Cortés emprender la búsqueda de otro estrecho hacia el norte del continente y, desde luego, posesionarse de las islas que se hallasen en el océano. A Carlos V llegó a prometerle ganar en breve tantas tierras que nada faltara entonces por hacer para que el emperador fuera ni más ni menos que soberano del mundo.
No el conquistador mismo sino algunos capitanes dependientes suyos se encargaron de dar inicio a este programa de expansión hacia el occidente del macizo continental americano. Aquél disponía de recursos materiales y no vaciló en destinar los necesarios para que los barcos construidos en la Nueva España salieran cuanto antes, Pacífico adentro, en busca de esas otras tierras donde se esperaba que hubiera ocasión de que los españoles continuaran sus conquistas.
El viaje de Álvaro de Saavedra Cerón, quien fue enviado a las islas de la Especiería para indagar el paradero de la expedición de Jofre de Loaysa, inauguró, en el año de 1527, el ciclo de las expediciones cortesianas en el mar del Sur. Convencido de que sus planes corrían mayor riesgo de frustrarse si no eran debidamente sancionados por la autoridad monárquica, Cortés aprovechó el viaje que hizo a la península ibérica en 1528 para tratar de obtener, entre otras cosas, una patente legal para sus pretendidas conquistas oceánicas.
Bien sabido es que, para entonces, había declinado notoriamente la influencia del célebre conquistador en la corte española. Sin embargo, comparecer personalmente ante los órganos supremos del Imperio ayudó a Cortés más que sus prolijas cartas de relación o que las gestiones hechas por sus personeros; haciéndose oir en la corte, reclamando derechos y, más que todo, ofreciendo las victorias que aún no obtenía, el extremeño consiguió superar escollos y disipar desconfianzas, con el resultado de que en el mes de octubre de 1529 la reina firmaba las capitulaciones que concedían al porfiado solicitante autorización para descubrir y poblar las islas que hallare en el Pacífico, así como las tierras americanas del poniente que no estuvieran ya adjudicadas a gobernadores en funciones.
Con tales títulos y el de marqués del Valle de Oaxaca en su poder regresó Cortés a la Nueva España y, en cuanto tuvo oportunidad, se trasladó al astillero de Tehuantepec para dar fin a la fabricación de dos navíos, el Concepción y el San Lázaro, a los que pronto agregó otros de nombre San Miguel y San Marcos, construidos en el puerto de Acapulco. En estos últimos partió Diego Hurtado de Mendoza el 30 de julio de 1532 en un viaje que concluyó con la muerte del propio capitán y la pérdida de las dos embarcaciones. Los sobrevivientes de esta expedición informaron haber descubierto unas islas, las Marías, lo que fue un incentivo para habilitar luego una nueva flota.

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